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REFLEXIONEMOS: ¡Aleluya!

“Pero ahora este es su día de victoria… la puerta de la Iglesia nos abre la puerta del Paraíso”.

–San Jerónimo

Los cristianos primero celebraron la liturgia en arameo. Pero pronto ésta se tradujo al griego, al copto y al latín. Sin embargo, algunas de sus palabras eran tan puras y tan sagradas que nunca fueron traducidas. Amén es una de ellas. Aleluya es otra.

Estas palabras se han seguido transmitiendo a lo largo de los siglos y de los milenios. Son como joyas engastadas en el oro de muchos idiomas. Se destacan por sí mismas como interjecciones y aspiraciones. Son palabras únicas que expresan un muy rico significado.

La palabra Amén se usa en toda temporada. Expresa acuerdo, consentimiento, confirmación. Es un “sí” que sella toda oración.

Aleluya significa “¡Alabado sea el Señor!” y resuena a lo largo de todo el año, excepto durante la Cuaresma. No es que la Iglesia quiera que dejemos de alabar a Dios durante ese tiempo, de ningún modo. Suprimimos el Aleluya porque, desde mucho antes de la venida de Cristo, esa palabra pertenecía especialmente a la temporada pascual, a la temporada de la Pascua judía.

En el transcurso de la comida de Pascua (llamada seder) era costumbre recitar los Salmos 113-118 y 136. Todos estos son notorios por su uso de la palabra Aleluya y por eso son llamados Salmos Hallel. El último, el Salmo 136, se conoce como el Gran Hallel. Este fue probablemente el “himno” que cantaron Jesús y los Apóstoles al concluir la Última Cena (Marcos 14, 26).

Jesús era consciente de los dolores que estaba a punto de sufrir. Sabía que su muerte era inminente. Experimentó esto de manera tan profunda que le rogó al Padre que retirara de él el cáliz del sufrimiento.

Pero él también sabía que estaba entregando su vida por amor y por lo mismo podía cantar su canto de alabanza: ¡Aleluya!

Sabía, además que, más allá de su muerte, resucitaría, y que el mundo celebraría esa fiesta con alegría, para siempre. Alabarían al Señor y elevarían al cielo su Aleluya.

En el siglo V San Jerónimo, el gran erudito de la Biblia, dijo en Pascua: “No puedo manifestar con palabras los pensamientos de mi mente y mi lengua no puede expresar la alegría de mi corazón… Este día me parece más brillante que otros. El sol brilla más en el mundo, las estrellas y todos los elementos se regocijan. A la muerte de Cristo habían dejado de arrojar su luz y se habían ocultado. No podían mirar a su Creador crucificado. Pero ahora este es su día de victoria… la puerta de la Iglesia nos abre la puerta del Paraíso”.

Nosotros somos testigos de esto, así como lo es San Pedro en la primera lectura de la Misa de Pascua. Como nosotros nos unimos a él en esa Misa, somos “los testigos que él, de antemano, había escogido: nosotros, que hemos comido y bebido con él después de que resucitó de entre los muertos”.

Tenemos todas las razones para alabar al Señor y para cantar con él, usando la, por tanto tiempo, suprimida palabra: ¡Aleluya!

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