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¿Por qué ayunamos?

Cuando ayunamos, seguimos un ejemplo sagrado. Moisés y Elías ayunaron durante cuarenta días antes de ir ante la presencia de Dios (Éxodo 34,28, 1 Reyes 19, 8). Ana, la Profetisa, ayunó para prepararse a la venida del Mesías (Lucas 2,37). Todos querían ver a Dios y consideraban que el ayuno era un requisito previo básico. Nosotros también deseamos entrar a la presencia de Dios y por lo mismo, ayunamos.

Jesús ayunó (Mateo 4, 2). Y como él no necesitaba de purificación, seguramente lo hizo para darnos un ejemplo. De hecho, asumió que todos los cristianos seguirían su ejemplo. “Cuando ustedes ayunen”, dijo, “no pongan cara triste, como esos hipócritas que descuidan la apariencia de su rostro, para que la gente note que están ayunando”. (Mateo 6,16). Tengan en cuenta que no dijo: “Si ayunan”, sino “cuando ayunen”.

Entonces los apóstoles continuaron ayunando, mucho después de la resurrección y de la ascensión de Jesús (ver Hechos 13, 2-3 y 14,23).

En los documentos cristianos más antiguos, vemos que los primeros creyentes ayunaban todos los miércoles y viernes. En esos días probablemente sólo tomaban una comida, de pan y agua.

Los ayunos actuales no son tan exigentes. La Iglesia requiere que ayunemos sólo dos días al año: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.

Las normas para el ayuno son obligatorias para los católicos desde los 18 a los 59 años. Y se nos permite tomar algo más que pan y agua. Las reglas permiten tomar una comida completa, así como también dos comidas más pequeñas. Las dos comidas más pequeñas juntas no deberían ser iguales a la comida completa.

Los católicos también observan ayunos menores a lo largo del año. No comemos ni bebemos nada más que agua durante una hora antes de recibir la Sagrada Comunión. Llamamos a esto el “ayuno eucarístico”.

La Biblia nos explica los beneficios espirituales específicos del ayuno. Produce humildad (Salmo 69,10). Muestra nuestr dolor por nuestros pecados (1 Samuel 7, 6). Despeja el camino hacia Dios (Daniel 9, 3). Es un medio de discernir la voluntad de Dios (Esdras 8, 21) y es un método poderoso de oración (8,23). Es una señal de verdadera conversión (Joel 2,12).

El ayuno nos ayuda a desprendernos de las cosas de este mundo. Ayunamos, no porque las cosas terrenales sean malas, sino precisamente porque son buenas. Son los dones que Dios nos da. Pero son tan buenas que a veces preferimos los dones que al Dador. Tendemos a comer y a beber hasta el punto en que nos olvidamos de Dios. San Pablo dijo que para algunas personas: “su dios es su vientre… No piensan más que en las cosas de la tierra” (Fil 3, 19).

No hemos de ser como esas personas. Hemos de poder disfrutar de los dones de Dios sin olvidarnos nunca del Dador. El ayuno es una buena manera de empezar.

Este año estamos ayunando más de lo habitual, inclusive que el Viernes Santo. Estamos privados de actividades que disfrutamos. Estamos confinados en casa y limitados de otras maneras. Ni siquiera podemos recibir la Sagrada Comunión.

Podemos considerar esto como algo deprimente, o usarlo como una ocasión extraordinaria de gracia y crecimiento espiritual. Podemos quejarnos, o seguir el ejemplo de Moisés, Elías, Ana, los Apóstoles… y Jesús.

Éste no es el momento de perder el control de nuestros sacrificios cuaresmales. Éste es el momento de renovar nuestro compromiso a través de nuestro ayuno y de nuestra oración.

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