Dios tiene el más profundo respeto por nuestra libertad.
Él no interviene en nuestras vidas si no es invitado. No nos coacciona.
Al final del Evangelio de San Lucas, Jesús incluso les da “la impresión de que iba más allá” a dos de los discípulos” (Lucas 24,28).
Hizo esto para que ellos pudieran tener la iniciativa de invitarlo a quedarse.
Y lo hicieron: le pidieron con insistencia: “Quédate con nosotros…” “Y entró para quedarse con ellos” (Lucas 24, 29).
Pero hizo algo más: Partió el pan con ellos. El Evangelio nos dice que “lo habían reconocido al partir el pan” (Lucas 24, 35).
Incluso ahora, ése es el modo en que se queda con nosotros y la manera en que se nos da a conocer: en la Misa.
El Jueves Santo la Iglesia celebra el día en que el Señor estableció la Misa y ordenó sacerdotes para celebrarla siempre. Fue un día que esperó con gran anticipación. Les dijo a sus Apóstoles: “Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer” (Lucas 22, 15). San Juan vio esa cena de Pascua como el inicio de la máxima expresión de amor de Jesús: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
En esa mesa instituyó la comida ritual que aún hoy en día celebramos. Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo dio. Al bendecirlo, dijo: “Esto es mi cuerpo” (Lucas 22, 19).
Luego tomó un cáliz lleno de vino y dijo: “Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes” (Lucas 22:20).
También les dijo a los Apóstoles que debían hacer lo que él había hecho. Les dijo: “Hagan esto en memoria mía”.
Han de haber quedado desconcertados. Ellos eran judíos y habían celebrado la cena de Pascua desde que eran adolescentes. Ésta estaba estrictamente regulada. Pero Jesús estaba haciendo aquí algo nuevo y les indicaba que lo siguieran haciendo.
Incluso después, las iglesias fundadas por los Apóstoles fueron definidas por esa acción de Jesús: Ellos “celebraban la fracción del pan… alabando a Dios” (Hechos 2,42).
Incluso antes de la Última Cena, Jesús había dejado claro que este banquete —la Misa— sería la manera en la que se quedaría con la Iglesia para siempre. Sería su presencia real.
Al enseñar en la sinagoga de Cafarnaúm, él le dijo a la gente que Dios les estaba dando “el verdadero pan del cielo” (Juan 6,32). Esperando ser alimentados, los miembros de la multitud lo presionaron al respecto. Él les dijo que estaban equivocados si esperaban obtener pan ordinario. Y les dijo: “Yo soy el pan de la vida” (Juan 6, 35).
Ellos pusieron objeciones a estas misteriosas declaraciones suyas. Pero cuanto más objetaban, él insistía con mayor fuerza. “El pan que yo les daré”, decía,” es mi carne para que el mundo tenga vida” (6, 51). Y añadió luego, para mayor claridad: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida” (6, 55).
Ha de haber sido un momento inolvidable para los Apóstoles y seguramente lo recordaron al escucharlo decir: “Esto es mi cuerpo”.
Antes de ascender al cielo, Jesús les prometió a sus fieles: “Sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20). Y él todavía está aquí.