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¿QUE ES LA CONTRICIÓN PERFECTA?

Todo pecado es grave, porque el pecado establece una distancia entre nosotros y Dios. Dios no es quien nos aleja, pero nos da la libertad de alejarlo a él.

Y cualquier persona de la tierra utiliza esta libertad de una manera menos que ideal. Las Escrituras lo dicen claramente: “todos pecaron, todos están privados de la presencia salvadora de Dios”; (Rom 3, 23). “Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8).

El autoengaño es el peor tipo de mentira, porque agrega un elemento de falsedad a todo lo que decimos y hacemos. Es algo que opaca nuestra comprensión del mundo y de la gente que nos rodea. Hace que la realidad se vuelva irreal.

Cuando pecamos, nos alejamos de Dios y de la luz divina.

A menos que veamos a nuestro mundo —y a la gente a la que amamos— a la luz de Dios, no podemos hacer nada correctamente. El pecado nos obstaculiza. Perturba nuestras amistades, nuestra vida de familia e inclusive nuestro trabajo.

Todo pecado es grave, pero algunos pecados son más graves que otros (1 Juan 5, 16-17). Ciertas acciones son inmediatamente mortíferas para el alma, así como hay ciertas acciones que son inmediatamente mortíferas para el cuerpo. A estas transgresiones mortíferas las llamamos “pecados mortales”. El negar la fe católica es un pecado mortal. El asesinato y el adulterio son otros ejemplos obvios. Un pecado mortal es una acción mala que involucra materia grave y pleno consentimiento de la voluntad.

Otros pecados no matan inmediatamente el alma, pero la debilitan y la hieren. La tradición católica les llama a éstos “pecados veniales”. Sin embargo, deberíamos estar conscientes de que incluso estas ofensas, relativamente pequeñas, tienen consecuencias reales. Si hacemos un hábito de ellas, pueden, con el tiempo, destruirnos. Podemos llegar a pensar que ofender a Dios es algo normal. Las ofensas habituales y deliberadas, incluso si son relativamente pequeñas, con el tiempo llegarán a destruir una relación.

La buena noticia es que Dios no quiere que vivamos en el pecado y la miseria, y debido a eso nos ha proporcionado un “camino de escape” (1 Corintios 10, 13). El pecado puede ser una condición universal, pero no es inevitable.

San Juan nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad” (1 Jn 1, 9). San Pablo aclara que la “confesión” es algo que “declaramos con nuestra boca” y no sólo con nuestro corazón y nuestra mente (Rom 10, 10).

Al darle a su clero el poder de perdonar los pecados (Jn 20,23), Jesús estableció una manera ordinaria por la que podemos buscar el perdón. Él nos facilitó mucho el acceso a una “vía de escape”. Nos dio el sacramento de la confesión —reconciliación— o penitencia.

Desafortunadamente, en tiempos de pandemia, nada es normal ni ordinario, ni tan fácil como de costumbre. Pero el perdón sigue siendo una cuestión sencilla. El Catecismo de la Iglesia Católica nos aconseja, en esas circunstancias, que busquemos la “contrición perfecta” (ver Catecismo, n. 1452).

El Papa Francisco lo explicó bien: “Hagan lo que el Catecismo les dice. Es muy claro lo que dice ahí: si no encuentran un sacerdote para escuchar su confesión, hablen con Dios, él es su Padre y díganle la verdad. Enumeren sus pecados, pídanle perdón al Señor de todo corazón y hagan un acto de contrición. Prométanle: “Me confesaré más tarde, pero perdóname ahora”. E inmediatamente la gracia de Dios volverá a estar en ustedes”.

Este método es un don. Pero conlleva una promesa importante: debemos tener la firme intención de acudir a la confesión sacramental lo antes posible, una vez que las circunstancias lo permitan.

Esta temporada nos hace el gran favor de confrontarnos con la dura verdad de que somos pecadores; de que estamos enfermos. Pero también nos presenta la certeza de una cura para ello. Más que el deseo de pecar que podamos tener, necesitamos estar bien. Éste es el momento de aceptar la sanación que el Señor nos ofrece.